PALABRAS DE ALBERTO POLLEDO EN LA PRESENTACIÓN DE SU LIBRO “BUEN CAMINO”
Quizás “Buen Camino”, título del libro que hoy presento en sociedad,
para los no iniciados, refleje con escasa claridad el contenido de sus
páginas. Sí, debo reconocerlo, el subtítulo, “Desde Oviedo a Santiago
tras los pasos de Alfonso II, el Casto”, es algo más explícito. Podía
haberlo denominado “Viaje por el Camino Primitivo”; “Camino de Santiago
astur-galaico”; “Por el primer Camino de las estrellas” o cualquier otro
diferente que aportase más claridad a su contenido. Sin embargo, desde
el primer momento, tuve claro que “Buen Camino” es una frase apropiada,
brillante y certera porque define de forma rotunda el espíritu amable y
solidario que durante el viaje a Santiago impera en los romeros. Todos
los peregrinos la llevan a flor de boca para obsequiar un cordial deseo
hacia un buen fin. Quiero creer que esta expresión viene de antiguo, ya
desde aquellas lejanas fechas en que reinó una de las grandes figuras de
nuestra historia, Alfonso II, Rey de Oviedo, porque, como es sabido,
allí nació y allí fue bautizado. Guerrero valeroso y audaz lleva en
triunfo su enseña celestial, la Cruz de los Ángeles, desde el Nalón
hasta Lisboa. Monarca piadoso y lleno de virtudes, engrandece la ciudad
sagrada por las reliquias con templos magníficos y mansiones regias y,
para que todo hable del fausto gótico, en el altar de San Salvador
destaca la riquísima arqueta de las ágatas, preciosa muestra de la
orfebrería visigoda. Sin duda hay que mencionar la joya arquitectónica
que Alfonso mandó construir extramuros, hermoso templo de tres naves
dedicado a los santos Julián y Basilisa; hoy conocida como iglesia de
San Julián de los Prados o Santullano. Pues sí, estoy seguro que por
aquellas calendas nació y se puso de moda el dicho “Buen Camino”; no en
vano el buen rey Alfonso II el Casto, Rey de Oviedo, fue el primer
peregrino a la tumba del apóstol Santiago. Aunque luego nos haya comido
la tostada el llamado Camino Francés, gracias a que su trazado hasta
Galicia por tierras de León era más suave y menos arriesgado.
Está demostrado que como culto local o comarcal, el de las reliquias de
Oviedo, es más antiguo que el del sepulcro de Santiago. En el Libro de
los Testamentos del Archivo de la Catedral de Oviedo se dice que el
arca, construida por los discípulos de los apóstoles, fue trasladada a
África desde Jerusalén por el mar Mediterráneo, y luego a Cartagena, en
España, cuando la invasión musulmana. Después de muchos años la llevaron
a Toledo, y, por último, el Obispo don Julián y el príncipe Pelayo la
trajeron a las montañas de Asturias en el año 735 fuera del alcance de
los enemigos. No vamos a hacer una relación de las reliquias pero sí se
puede decir que un documento de 1075 menciona 83; de las que unas
pertenecen a la tradición del Antiguo Testamento (el maná, piedra del
monte Sinaí, un trozo de la vara de Moisés y huesos de profetas). Otras
al Nuevo Testamento (restos de la Cruz de Jesús, de su vestimenta, del
pan de la cena, del sudario, del sepulcro, de los apóstoles y también
reliquias de santos martirizados en época romana. La competencia entre
San Salvador y Santiago como lugar de peregrinación queda reflejada en
el siguiente dicho: “Quien va a Santiago y no a San Salvador, sirve al criado y deja al Señor”. Alfonso X el sabio dejó escrito en una de sus Partidas que peregrinos son “los que andan en pelerinaje a Santiago o a San Salvador de Oviedo o a otros lugares de luenga e estraña tierra”.
Por ello no es de extrañar que muchos viajeros que transitaban por el
Camino Francés, tras visitar en León los restos de San Isidoro, se
desviaran por el puerto de Pajares hasta Oviedo, urbe que algunos de
ellos fijaban como meta, también denominada <> .
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En
ciertos aspectos hay una semejanza extrema entre los viajeros de antaño
y hogaño. En efecto, bastará tener en cuenta las grandes distancias a
recorrer cada día para explicarse que el esfuerzo es, a veces, excesivo.
Podía y puede llegar a ocasionar verdaderas dolencias; por esto es el
calzado la prenda que más parece preocupar a los peregrinos de todos los
tiempos. Cuenta don Juan Uría que a uno de ellos, Manier, le molestó
tanto “el mal de pie” que no podía caminar y sus compañeros llegaron a
llevarle más de dos leguas de ventaja. Al fin un caballero le dio un
remedio para endurecer sus pies, consistente en una mezcla de sebo
<>, aguardiente y aceite de oliva, con lo que
pudo alcanzarlos y continuar la peregrinación unido a sus camaradas. Un
par de alpargatas que había comprado en Burgos por seis sueldos unos
días antes, le duraron unas jornadas para destrozarse por completo
cuando marchaba desde Mansilla a León. Pondera dicho peregrino las
condiciones de este calzado, que dice es ligero y muy usado en el país,
agregando que con él hizo cerca de cien leguas de camino. En Sarria tuvo
que comprar otros zapatos de <>, que le costaron
seis reales de plata. Tanto aprecio daban al calzado que los zapateros
podían trabajar en días festivos sin pagar multa, siempre y cuando lo
hicieren para los peregrinos. Pues, qué les parece, después de varios
siglos y muchos adelantos los caminantes siguen padeciendo los mismos
males. Casi todos compran calzado de última generación que, nada más y
nada menos, debe ser fuerte y resistente dado que tiene que mantenerse
en buen estado durante todo el camino. A la vez impermeable, pero
transpirable, de tal modo, que aísle al pie de las condiciones
meteorológicas y las inclemencias el terreno, pero le permita ventilarse
adecuadamente. Buena adaptación al pie, ya que si la bota queda
demasiado apretada o demasiado amplia, puede producir graves
alteraciones morfológicas y cutáneas. Suelas no se cómo, estabilizadores
anatómicos en los talones… y no sé cuántas cosas más. Por esto la
mayoría, antes de emprender el trayecto, se vuelven locos a la hora de
elegir y se olvidan de domar con cientos de kilómetros bajo las suelas
el calzado que van a utilizar. Lo estrenan justo para comenzar el
recorrido y de todo se ve: desde botas tipo mili con polainas de cuero
hasta duras botas de alta montaña pasando por playeros de lujo, de lona y
zapatos de andar por casa. Así florecen ampollas, llagas y heridas que
amargan todas y cada una de las etapas. Mira por donde puede ser una
buena forma de ganar el Reino de los cielos.
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En
lo referente al vestuario, digamos que al principio se limitaron a
utilizar prendas y calzado todo uso. Pero con el tiempo estas vestimentas dejaron de evolucionar, se mantuvieron iguales a sí mismas y llegaron a convertirse en atuendos típicos de los peregrinos jacobeos. Incluso al propio Santiago se le empezó a representar con tal indumentaria. Se componía principalmente de un sombrero de alas anchas, redondeadas y recogidas para protegerse del sol y la lluvia; amplio abrigo abierto por delante, con el fin de facilitar el paso y ceñido al cuerpo mediante un cíngulo o cordón de esparto. Una esclavina de piel, también llamada pelegrina; calzado fuerte, propio para jornadas largas,
consistente en una sandalias con dos tiras en la parte anterior y una
en la posterior que solían ser de piel de ternero, muy elástica y suela
de madera o bien de cuero, según los medios de cada uno; bordón largo y grueso, siempre con una altura por encima de la cabeza, terminado en un regatón o contera metálica, para ayudarse en los pasos difíciles y, eventualmente, ahuyentar animales poco amistosos
y defenderse, si era el caso, de los “gallofos”, siendo generalmente de
roble o acebo y nunca o al menos en muy raras ocasiones, rematado por
la curvatura típica de la muleta, disponiendo como mucho de un palo
cruzado que le asemeja a una cruz y al mismo tiempo les servía para
colgar la calabaza; el zurrón, para transportar las vituallas, confeccionado en piel de cordero; la escarcela, también llamada esportilla o pera , debida a su forma, que era la bolsa para
el dinero, la cual se cerraba por medio de una tira de cuero en el
borde de su parte superior y que a su vez se colgaba del cíngulo; y la calabaza, que hacía funciones de cantimplora y que se solía llevar colgada del bordón o también del cíngulo que rodeaba el abrigo. Sin embargo, lo más característico de la indumentaria jacobea sería, desde el siglo XI, la venera, vieira, concha o zamburiña (pectum Jacobeus), que los peregrinos adquirían al llegar a Santiago. Las autoridades eclesiásticas llegaron a reservarse el control de su venta y era como el trofeo que demostraba que habían conseguido su objetivo. Solían colocársela, a veces en gran número, en el ala del sombrero, en la esclavina y hasta en la escarcela.
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Nada que ver con las camisetas térmicas, anoraks de plumas, membranas, forros polares, sudaderas…de hoy en día.
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Tempestades, bandoleros, gallofos, fieras y enfermedades acechaban a
los peregrinos desde todos los rincones. Ya en los siglos del imperio
romano los hospitales albergaban por igual a los pobres, a los enfermos y
a los peregrinos que se dirigían a Jerusalén y Roma. En los siglos XI y
XII hay un gran florecimiento en los sentimientos de hospitalidad;
libre de peligro musulmán la parte norte de Castilla, después de muerto
Almanzor, comienzan las edificaciones de hospitales, con un celo que
santos, reyes y magnates no pierden ocasión de manifestar. De esta época
son los hospitales de Burgos, Palencia, León y Oviedo. Este último es
el más antiguo de los que en Asturias se conservan documentos de
fundación y desde luego el más importante de todos, ya que se hallaba en
el punto central de enlace de la red de itinerarios seguidos por los
peregrinos a Oviedo. El hospital de San Juan de Oviedo estaba
encomendado a “hospitaleros”, los cuales habían de disfrutar por el
tiempo que prestasen sus servicios de veinticinco porciones o prebendas
consistentes en pan, sidra y dineros de la moneda del rey. En el
hospital había de morar una mujer de <>
encargada de administrar las prebendas de los pobres y peregrinos. Se
gratificaría a otra mujer de < > si con
diligencia hiciese a los peregrinos algún servicio corporal, alusión
indudable al lavatorio de pies de la tradición evangélica. El hospital
de La Espina, en Tineo, era del patronato del arzobispo de Santiago, en
cuyo nombre lo tenía o administraba en 1268 un tal Gonzalo Peláez que
estaba obligado a pagar dos bueyes buenos al arzobispo todos los años en
San Miguel de septiembre. El de Villapañada o Leñapañada fundado por
los caballeros de San Juan en el siglo XIII. Ya en el siglo XVI, en
Oviedo, existían los hospitales de San Juan, Santiago, San Julián, San
Sebastián, La Magdalena y La Balesquida. En cabildo de 16 de abril del
año 1535, se ordenó al racionero Alonso López que cobrase << lo
que quedó de los romeros que murieron en los hospitales de nuestra
señora de la Valesquida y de San Sebastián>>.
En ordenanza de 1524 El encargado de recibir a los peregrinos
<> había de ser <> y saber
lenguas extranjeras, advirtiéndole recibiese a todos con mucha caridad.
Otra disposición de fecha más tardía manda al portero que no de mal
tratamiento a los peregrinos ni les de palos, como ha hecho en algunas
ocasiones. En el hospital de San Juan de Oviedo solo podía pernoctar una
noche cada peregrino estando sano, en lugar de las cinco que podían
hacerlo en Santiago. La previsión de colocar chimeneas o bien encender
fuego en simples hogares para que se calentasen en tiempos de invierno
fue antigua y general en los hospitales. En el de Oviedo su
administrador debía proveerse de leña con tiempo, procurando mantener la
<>. Ya en 1442 se dispone que se
<> en el hospital de San Marcos de León, y en el de Oviedo se
encendía otra todos los días al avemaría, debiendo permanecer hasta que
los peregrinos se hubiesen acostado. En los que se hallaban situados en
lugares muy montañosos era frecuente la previsión de avisar a los
extraviados con toques de las campanas de sus capillas para que al
escucharlas, los pobres peregrinos que venían afligidos y necesitados,
pudiesen salir a puerto seguro. Especialmente difícil era el tránsito en
días de nieve. Entonces había que proceder a quitarla con palas para
franquear el paso. En Arbas, aquello sí que eran nevadas, los canónigos
imponían esta faena al vecindario, que procedía a romper la nieve por
debajo, dejando bóvedas formadas y abriendo el camino de dos o más
metros de hondo sin que por eso se llegase al suelo.
A pesar de ser de pago, peor eran las malas artes de que se valían los
albergueros para explotar a los peregrinos. Salían al camino haciéndose
los encontradizos con ellos, prometiéndoles buen trato en sus posadas
para luego dárselo malo. Les daban sidra por vino o tenían toneles de
doble fondo con dos grifos, dándoles a probar el bueno para servirles el
malo a la hora de la comida. Les prometían buenos lechos y se los daban
malos o no les hacían bien las camas, sino a costa de una cena o una
moneda. Echaban a los peregrinos que tenían albergados, si otros que
venían después les daban una pequeña prima. Les vendían carne o pescado
de tres días, enfermando los que lo comían. Otros les daban brebajes
letárgicos para robarles cuando el sueño se apoderaba de ellos. Vaciaban
las tinajas del agua para que, si a la noche les daba la sed, se viesen
obligados a comprar vino. Abundantes alberguerías debía de haber en las
ciudades de la ruta jacobea cuando en Oviedo, que no era de las más
concurridas por los peregrinos, en la Edad Media existía una “rúa de los
albergueros”.
Ya no hay miserias ni calamidades en el Camino, aunque el peregrino
observador, amante de la naturaleza y del arte, encuentra motivos para
indignarse. Todo el gran legado arquitectónico que dejaron reyes, nobles
e iglesia en los centros de peregrinación y a lo largo del trayecto ha
dejado de interesarnos. Al menos eso parece cuando San Miguel de Lillo,
Santa María del Naranco, San Julián de los Prados, San Salvador de
Valdediós y Santa Cristina de Lena, joyas del arte prerrománico, sufren
un olvido permanente por parte de todas las administraciones. Las
grietas y humedades que propician el crecimiento de musgos, hierbas y
arbustos en los tejados y en las fachadas norte así lo atestiguan; el
deterioro de las pinturas murales es tan grave que las hace
irrecuperables: en San Julián de los Prados están agonizando, en San
Miguel de Lillo han desaparecido. A estos males añadiremos la falta de
protección perimetral y la ausencia de un plan integral de conservación;
reivindicaciones que llevo escuchando desde los tiempos del añorado
Joaquín Manzanares sin que nadie haya movido un dedo para remediarlo. Si
hablamos del románico, qué les puedo contar que ya no sepan sobre los
monasterios de Cornellana, Obona y Bárcena que se caen a pedazos. Sé que
no es el momento oportuno ni el lugar adecuado para criticar, pero
gastamos sumas ingentes en proyectos faraónicos e innecesarios como el
de la Laboral, Niemeyer, puerto del Musel, regasificadora, autovías
mineras, aulas de interpretación demolidas sin haberse estrenado…, para
qué seguir cuando recientemente se acordó subvencionar con 1.800.000
euros el circuito Fernando Alonso y la miseria de 150.000 para el
prerrománico. Con presupuestos así dilapidamos en lo accesorio y
enterramos lo esencial. Eso sí, todo en aras de la más rancia
populachería.
Hasta hace pocos años el peregrino transitaba por un entorno
sobresaliente en el que enriquecía la mirada y reposaba el espíritu, hoy
todo es diferente. Los parques eólicos que sobreviven gracias a las
subvenciones, destrozan el paisaje. Los molinos, a caballo de sierras y
cordales, dejan su impronta por toda la región y desde cualquier ángulo
arruinan la panorámica. Para qué hablar de canteras si hasta la llamada
burbuja inmobiliaria surgían como senderuelas en otoño y ni una
rehabilitó el terreno devastado. Sin duda, un peligro que acecha, en
este caso al Camino de la Costa, es la pretensión de explotar la mina de
oro de Salave en Tapia de Casariego. A todos los informes negativos se
suma uno nuevo elaborado por el CSIC y la Universidad de Vigo; en él
demuestran que, en Corcoesto (Bergantiños), un siglo después de cerrar
la explotación, el arsénico aún tiene efectos perniciosos sobre el cauce
de un río protegido. Roguemos al Apóstol para que realice un milagro y
no expolien el occidente astur.
Durante años, en esta región, se construyeron senderos de pequeño y
gran recorrido, muy bonitos el día de la inauguración y en ruinas al
poco tiempo por falta de presupuesto para su mantenimiento, cuando, sin
salir de casa, tenemos una ruta con ocho siglos a cuestas, de barato y
fácil mantenimiento –simplemente desbrozándola dos o tres veces al año- y
si se conserva en buen estado es gracias al esfuerzo de la Asociación
de Amigos del Camino Primitivo. ¿Saben porqué? Porque durante centurias
fue símbolo de peregrinación cristiana, porque conserva este aroma y, lo
que es más grave, porque padecemos el síndrome de la Alianza de las
Civilizaciones además de miseria intelectual. ¿Quieren más que hasta a
Santiago Matamoros lo han desahuciado de los templos por ser
políticamente incorrecto?
Deben
perdonarme, a pesar de que son temas que a todos nos preocupan, ustedes
han venido a la presentación de un libro, no a escuchar un rosario de
calamidades. Pues allá vamos: “Buen Camino” no es un guía de viajes al
uso: no describe paso a paso los lugares que el peregrino visita, no
indica los kilómetros que hay que recorrer ni ofrece un perfil de la
etapa, ni recomienda en que lugares dormir, comer o cuánto nos va a
costar. “Buen Camino” es el relato de un viaje tras los pasos de Alfonso
II el Casto, primer peregrino al Campo de las Estrellas para postrarse
ante el sepulcro del Hijo del Trueno, del Apóstol Santiago. Porque este
es, como diría un castizo, el Camino de verdad, el originario, el
primero, el más importante, El Primitivo. Todo dicho sin el menor ánimo
chovinista. Además, por mucho que refunfuñen los amigos del Camino
Francés, extremeño o portugués no tengo ninguna duda de que se trata del
trayecto más hermoso. La ruta transcurre por un territorio amable, sin
grandes desniveles pero que, en muchas ocasiones, la panorámica abraza
rincones excepcionales: cabalga sobre sierras y cordales interiores,
dibuja El Sueve y El Cuera, cabalga sobre los Picos de Europa, incorpora
en un santiamén la Cordillera Cantábrica, asciende los montes somedanos
y reposa sobre el romo relieve occidental. El rumor de agua es continuo
porque los arroyos corren por doquier hacia cauces notables como los
del Nora, el del padre Nalón, el represado del Narcea, el sufrido
Nonaya, el Nisón, el atormentado Navia, el recién nacido Eo, el ilustre
Miño…todos ellos apretados por vegetación cromática. Podemos cerrar los
ojos para apreciar la fragancia que desprende cada especie porque los
aromas son infinitos. Cómo se diferencia el olor cargado del pino con el
dulzón del sauce; el balsámico del eucalipto con el recio del roble y
el perfumado del abedul. Hasta la niebla, cuando desvanece el bosque,
huele a xanas, trasgos y busgosos.
El
estruendoso canto de las aves menudas, a veces, obliga a detener el
paso para gozar de él; el reclamo repetido y triste de tórtolas y
torcaces obliga a pensar. Lo vuelos nupciales de mirlos, petirrojos y
jilgueros de rama en árbol, de árbol en pradera, de pradera en zarza
alegran vista, oído y viaje. El vuelo acrobático de las rapaces en celo
rasgando el cielo mientras realizan piruetas imposibles evoca
trapecistas alados.
Aguardan
iglesias, capillas y ermitas que, casi siempre, el peregrino encuentra
cerradas, pero tras un ligero sondeo, localizará al vecino que guarda la
llave. Muros y paredes que atesoran creencias, lecciones, arte, mitos,
leyendas y tradiciones. Siempre cercanas a palacios, casonas y blasones.
Claro que, en estos tiempos que nos toca vivir, hay que hablar, con
mucha tristeza porque están agonizando, de la soledad de los pueblos.
Las campanas de las iglesias hace años que enmudecieron; ni tan siquiera
repican a muerto porque las aldeas ya no palpitan. Las antiguas
escuelas o están en ruinas o se vendieron al mejor postor. Ya no hay
niños, ni amores, ni rencillas. Ni un solo can de palleiro que ladre al
viajero. Apremia encontrar el medio para revitalizarlos porque de ellos
depende el futuro del país.
Debo
decir que el Camino Primitivo tiene la longitud apropiada para no
agobiar, se realiza con comodidad en algo menos de dos semanas. Hay
etapas cortas y largas. En ninguna de ellas hace falta, es una costumbre
extendida que jamás entenderé, iniciar la marcha de madrugada para
correr sin cesar hasta llegar al siguiente albergue y tumbarse a dormir
en la litera, sin detenerse a charlar, hacer fotografías, comer el
bocadillo con calma, pensar, meditar y observar.
La
tradición peregrina recomienda portarse con frugalidad, moderación,
ascetismo, sobriedad y sacrificio. Claro que, en la actualidad, nos
tienta la notable gastronomía que germina en su entorno. Por precaución,
por si algún día nos vence la flaqueza, la condición humana es débil,
no está de más recomendar unos platos que transmiten unos conocimientos
geográficos, históricos y culturales que han marcado los diez siglos de
historia del Camino. Una buena fabada, un rotundo pote de berzas, un
delicioso repollo relleno, incluido en el Menú del Peregrino de Pola de
Allande, un arroz con leche requemado, crujientes carajitos del
profesor, pulpo a la gallega, caldo gallego, lacón con grelos, empanada
de sardinas, almejas a la marinera; vieiras, símbolo del camino jacobeo,
ostras rebozadas. De postre tarta de Santiago y como colofón una buena
queimada con protagonismo primordial del fuego purificador que nos libra
de brujas y maleficios.
De todo esto y mucho más relato en “Buen Camino”. Si les apetece léanlo. Ya me contarán.
Gracias por su asistencia y “Buen Camino”
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